27 de mayo de 2015 - 23:01 pm

El rechazo a la política, una trampa para el pueblo

Por La Crónica de Chihuahua

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, municipio de Guazapares, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

En estos tiempos de efervescencia política, cuando se eligen nueve gobernadores de estado, los diputados federales y otros poderes locales en varias entidades, se oye decir, como siempre, a muchas personas de las clases pobres, que no creen en los partidos; que rechazan la política y prefieren refugiarse en la abstención y la indiferencia. Pero esa es una salida falsa ante los males que aquejan a la mayoría de los mexicanos, a los más de 85 millones de pobres, y a los integrantes de la clase media baja, sector que progresivamente se desvanece y pierde aceleradamente el precario bienestar que alguna vez tuvo. Su reacción es la fobia a la política, desde votar o participar en un partido, confiar en una organización o reconocer líderes genuinos que los representen. Esta cultura “antipolítica” se concreta en ideas tan comunes, como que: “todos los políticos son corruptos”; que quien se organiza en un partido o grupo político es porque indefectiblemente busca el poder para robar, el poder en sí mismo; seguro, se dice, sus intenciones son aviesas, “algo quiere”, pues “nadie hace nada por amor al prójimo”, nadie busca el poder para servir a la sociedad, “todos persiguen intereses bastardos”, etc. Y sobre tal diagnóstico viene la reacción instintiva, que no la más acertada: abstenerse de participar en toda organización política, “para evitar ser manipulados”.

Tal rechazo no es un simple prejuicio: revela el hartazgo de la gente hacia la forma tradicional de hacer política, y tiene profundas raíces históricas. Durante siglos, los más pobres han sido víctimas de engaños, desde que llegaron los españoles a despojar de sus tierras a los antiguos mexicanos, a pagarles con aguardiente y a intercambiar con ellos oro por cuentas de vidrio. Desde entonces (salvo honrosos episodios históricos) el pueblo mexicano ha padecido casi quinientos años de explotación, prevaricación y robo descarado por parte de gobernantes sin escrúpulos, privación de libertades y abusos de poder. Después de la Independencia vinieron los imperios fallidos, intercalados con épocas de asonadas, y luego el porfiriato, con un largo período de imposición política por la fuerza, y así, hasta nuestros días, en que predominan los candidatos que se distinguen por prometer lo que jamás cumplirán.

Su propia experiencia ha dejado en el pueblo una arraigada desconfianza y un íntimo desprecio hacia quienes por siglos le han engañado, una actitud que va más allá de la duda natural para caer de lleno en el agnosticismo político: rechazo a los políticos sin distinción, “porque todos son corruptos”, y a la política en general por considerarla, por definición, indigna de personas decentes. Esto pareciera natural, explicable y obvio, mas el negarse a conocer de política, rechazar toda participación en los asuntos públicos o abstenerse en las votaciones, en nada beneficia al pueblo; más bien lo perjudica, pues si se da por válida esta postura es obligado preguntarse: si los más desprotegidos se automarginan, ¿quién podrá exigir, o, llegado el caso, resolver sus múltiples carencias, por ejemplo mediante el gasto público? ¿Quién se ocupará de reclamar o dar atención a los desempleados, a los campesinos en eterna pobreza o a los jóvenes excluidos de la universidad? ¿Quién se preocupará de los obreros, víctimas de abusos sin fin, o de que en las escuelas públicas se dé una educación de buena calidad, o que en los hospitales públicos sí se ofrezca una atención humana y esmerada? ¿Quién vigilará para que en el gasto público ya no se privilegie el apoyo a los consorcios empresariales, o a obras suntuarias, sino a atender las añejas y básicas necesidades de colonias populares o comunidades campesinas o a becar a estudiantes y deportistas de familias humildes? ¿Quién vigilará para que se aumenten los impuestos a quienes más ganan, y se reduzcan a los sectores de bajos ingresos?
Lamentablemente, la respuesta es sólo una: nadie. Está históricamente comprobado que los problemas de la sociedad civil sólo pueden ser resueltos por ella misma, apoyada en sus propias fuerzas, en su unidad y capacidad de reclamo; en consecuencia, al negarse a entender la política y participar en ella, más que resolver sus problemas los agrava, al dejar el poder en manos de quienes tradicionalmente lo han controlado. Este rechazo a identificar por sus hechos a las personas honestas que pueden encabezarlo, educarlo y organizarlo, sólo tiene un resultado: condenarse a vivir por siempre, generación tras generación, en la pobreza.

A final de cuentas, tal actitud conviene a las élites del poder (como las llamó Roderic Ai Camp), pues impide al pueblo construir y confiar en una organización política propia, y darse un liderazgo auténtico que lo encabece; por eso, en vez de la apatía y el agnosticismo debe emprender la difícil, pero posible, tarea de identificar no a quienes puedan “salvarlo”, a pretendidos mesías políticos, que de esos no hay; debe prepararse para asumir directamente una participación organizada y consciente, mas para acometer esta trascendental empresa necesita superar el agnosticismo político, que es paralizante.

No olvidemos que los partidos son el instrumento por excelencia de clases y sectores de clase para reivindicar sus derechos y luchar por el poder, y que en política los individuos aislados se reducen a la nulidad. Así pues, los marginados de nuestra sociedad no pueden conformarse con la tan traída y llevada alternancia partidista, simple cambio de apariencia que no pasa de ser una mera ficción que nada les ha dejado, como no sea la vaga sensación de cambio, a lo sumo de colores en los muros, en los apellidos de los gobernantes o en el discurso oficial, pero sin efecto real alguno en el bienestar de las familias. Por su propio bien, y para el progreso de México, la sociedad civil debe superar el agnosticismo político y la fobia a participar.