15 de octubre de 2015 - 23:02 pm

El horror nuestro de cada día (240)

Por La Crónica de Chihuahua

Por Froilán Meza Rivera

Dicen que regresaba Juan Francisco Olvera de su viaje, fracasado según él, cuando en pleno monte lo sorprendió una furiosa tempestad. Se vio obligado a caminar muy lentamente para no tropezar entre aquel chaparrón, y la noche lo alcanzó antes de que saliera de la sierra. Marchaba a oscuras, acobardado ya por la frecuencia de los rayos, sin que la lluvia diera trazas de amainar.

Así cuentan en mi tierra, con todos sus detalles, la leyenda de cómo fue descubierta la mina que llaman Del Rosario, rico socavón que trajo la fortuna a su descubridor y al pueblo entero.

Sacó el joven el rosario de su pecho y comenzó a pasar las cuentas por sus dedos, e intercaló entre los misterios del rezo tradicional un “¡Jesús mil veces!” cada vez que su corazón se vio encogido por el sobresalto de un relámpago.

Al pasar por una brecha entre el chaparral espeso, sintió como si lo cogieran de un brazo, y como si una mano invisible le arrebatara el rosario. Iba a huir del lugar, pero en eso tuvo la sensación de que lo estaban deteniendo con una cuerda por el cuello. Cuando se dio cuenta de que lo detenía el mismo rosario trampado en una rama, éste ya se había reventado y las cuentas caían y se dispersaban por el suelo.

Le resultó imposible recuperar más de cuatro de las cuentas del rosario en aquella oscuridad y con aquella lluvia insistente que no disminuía, así que pensó en regresar otro día con luz de sol a recogerlas. Pero se dijo que, o no iba a reconocer el sitio exacto, o bien el agua se llevaría las perlitas en su corriente, o quedarían éstas tapadas con lodo.

Entonces, tomó la resolución de que pasaría ahí la noche completa, para realizar con la luz del día la labor de rescate de aquel objeto, sagrado para él. Y veló su rosario, acuclillado en la orilla del barranquito, debajo de un arbusto espinoso. Dormitó breves ratos cuando la lluvia lo dejó, porque ésta caía helada, y sentía el muchacho que la humedad le entraba hasta los huesos.

¡Pocas veces como ésta en su vida, deseó tanto estar en una cama cálida, bajo un techo!

Pero Juan Francisco, Juancho, era campesino, y como campesino, estaba preparado para luchar contra los elementos, así que sacó de su bolsillo una cajita metálica que era a prueba de lluvia y contenía el equipo básico para encender un fuego. Había ahí mecha, eslabón y pedernal, y con ellos y con unas ramitas secas que rescató de la tierra debajo del barranco, encendió un fuego que protegió con su cuerpo y con una parte de la pared del arroyo que se inclinaba hacia adentro y daba refugio a aquella lumbrada.

Ya con la luz de la mañana, pudo Juancho recuperar, una por una, las cuentas del rosario, que ensartó y aseguró con un nudo, satisfecho ya del resultado de su sacrificio.

Juan Francisco, antes de reemprender la caminata, quiso reavivar el fuego de la fogata para calentar un poco de bastimento que cargaba, seco también, en un itacate. Con una vara comenzó a jurgonear las cenizas para encontrar rescoldos, y trajo yerba seca y finas ramitas secas, pero divisó en el suelo, entre los resplandores que salieron de las brasas, un misterioso brillo metálico que formó unos chorritos que fluían entre las piedras hasta las partes más bajas del terreno, en forma de hilos plateados.

Tomó el ranchero una gota de aquel fluido candente con una cuchara de acero que llevaba, y la introdujo en un charco de agua, con lo que se produjeron un chirrido y una nubecita de vapor...

Pero en la cuchara había, cuajada ya y en proceso de enfriarse, una plasta de argentífero metal, que Juancho reconoció sin duda como plata.

Fue aquél el momento del descubrimiento de la mina que se nombró Del Rosario, y que dio fama y fortuna a Juan Francisco Olvera y que, todavía ahora, a más de ochenta años, se sigue explotando aunque mucho menos.

Por supuesto, en el lugar donde trasnochó el devoto del Sagrado Rosario, mandó construir él una capilla a la Virgen de esta fe.

Así lo cuentan en mi pueblo.