Crónicas de mi tierra, Chihuahua (XV)

LA BARBARIE DE TRES CASTILLOS


Crónicas de mi tierra, Chihuahua (XV)

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2014, 18:34 pm

Por Froilán Meza Rivera

La pestilencia de las negras cabelleras de los apaches muertos, colgadas, pudriéndose al sol en la Plaza de Armas, justo enfrente de la Catedral, inundaba todo el centro de la capital.

Fue tal y como había sucedido años atrás con las cabezas de Hidalgo y de sus insurgentes.

Con esa exhibición de barbarie y de salvajismo, el gobierno de Chihuahua estaba dando aviso del final de la guerra contra los apaches, después de la masacre de Tres Castillos.
Al cabo de un año de enfrentamientos casi a diario, perseguidos como fieras, un grupo de apaches, cansado y hambriento, casi sin municiones, había acampado unos días antes a 30 millas al Este de La Ciudad de las Mulas, como le llamaban ellos a la ciudad de Chihuahua, en su ruta hacia las Montañas Azules (la Sierra Tarahumara). Varios guerreros, bajo el mando de Blanco, fueron enviados a Santa Rosalía, hoy Camargo, para conseguir armas y municiones, en tanto que otro grupo de apaches Mescaleros que se les había unido, trataba de conseguir comida. Cuatro días después emprendieron la marcha rumbo al siguiente punto de descanso: Tres Castillos, al noroeste de Coyame, adonde llegaron el 14 de Octubre de 1880, casi al obscurecer.

Llegaron allá “cuando las sombras se hacían cada vez más largas”, según escribió Kaywaykla, en su relato nombrado en inglés “In the days of Victorio”.

MASACRADOS

Eran 400 mujeres y niños que iban caminando protegidos por 20 guerreros, 10 de ellos en la vanguardia con el jefe Vitorio, y otros 10 en la retaguardia con el viejo Nana.

Al llegar a la laguna, en frente de los cerros de Tres Castillos, justo cuando los primeros guerreros desmontaban y las mujeres se disponían a encender las fogatas, entre las penumbras, los mexicanos los atacaron por sorpresa, y empezaron la matanza. La fila era larguísima y la retaguardia aun no llegaba a los cerros, cuando la vanguardia ya había sido emboscada y estaba siendo masacrada.

La carnicería era brutal, porque los únicos que tuvieron oportunidad de defenderse fueron los guerreros armados, sólo veinte entre los otros 400 indefensos.

Los que llegaban, huyeron al cerro del sur. La persecución contra ellos fue implacable. El historiador Dan L. Thrapp documentó el uso de dinamita por parte de los mexicanos para sacar a los que resistían entre las rocas. Algunos huyeron, Nana entre ellos. Los cuerpos de los muertos fueron mutilados al arrancarles las preciadas cabelleras.

Los vivos fueron traídos a la ciudad de Chihuahua para ser vendidos como esclavos, a pesar de que el esclavismo ya había sido legalmente abolido desde la Guerra de Independencia. Los “heroicos mexicanos”, al mando de Joaquín Terrazas volvieron a Chihuahua con las manos chorreando sangre y con alteros de cabelleras sanguinolentas en las alforjas.

Los genocidas fueron recibidos como héroes por el gobierno de Luis Terrazas, primo de Joaquín. A todos estos “héroes” les fueron pagadas las recompensas que se ofrecieron por cada cabellera de apache.

LAS ESCALPADAS, BÁRBARA TRADICIÓN

En 1838, el gobierno de Sonora, siguiendo una vieja tradición española, ofreció recompensa por las cabelleras de los apaches, sin discriminar hombres, niños y mujeres. Un año después, en Chihuahua se imitó la medida. Las arcas del gobierno se vaciaban para pagar miles de aquellos sangrientos trofeos de guerra. Vinieron cazadores de recompensas de todos lados, indios incluso. Santiago Kirker fue el más sanguinario, el más famoso, un asesino que cortó centenares de cabelleras de hombres, niños y mujeres. Los apaches, pero incluso indígenas de tribus pacíficas, eran emboscados y asesinados sin piedad. Aparentemente, Joaquín Terrazas fue uno de esos sangrientos carniceros bajo las órdenes de Kirker, según Thrapp.

Las emboscadas se multiplicaron.

En 1850, el Congreso de Chihuahua otorgó legalidad constitucional al exterminio, con las leyes conocidas como “Las Contratas de Sangre” que oficializaban el genocidio. Fueron leyes que hasta el mismo Angel Trías, el gobernador de entonces, consideró contraproducentes, imprácticas y anticonstitucionales. Ese mismo año sucedió la sangrienta carnicería conocida por los apaches como “La matanza de Ramos”, en la que fueron sacrificados las mujeres y los niños de los apaches Chihenne, cuando estaban solos. Un año después sucedió “La Masacre de Janos” en contra de -¡otra vez!- las mujeres y los niños de los apaches Bedonkohes, mientras los guerreros estaban ausentes. En esta última fueron asesinados y mutilados los tres hijos de Gerónimo junto con su madre y su esposa.

La guerra tomó tintes salvajes, entonces.

Ya corría el refrán popular “Ay, Chihuahua, cuánto apache”, y las cabelleras indias comenzaban a cotizarse por arriba de los doscientos pesos.

Hubo muchos, muchos muertos por ambos lados, y mucho odio.

TRES CASTILLOS

El escritor e investigador Carlos Lazcano Sahagún relató acerca de un viaje que hizo al sitio de la matanza de Tres Castillos: “En el cerro sur localicé la pequeña cueva donde fueran abatidos los últimos apaches del grupo de Victorio. Subí a la cumbre de los tres cerros y la vista me maravilló. Medité sobre lo que representaba el sitio; escuché a lo lejos el aullido de un grupo de coyotes: ’Es el aullido de los apaches’, pensé, así habrían aullado al presagio de la muerte, y ver caído a Victorio y velarlo durante toda la noche del 14 de octubre de 1880.

“Cuando me encontraba en la cumbre del cerro del medio, grité con todas mis fuerzas para escuchar algún eco, y para mi sorpresa se escuchó perfectamente bien. El eco me devolvía las imágenes de los apaches en pie de lucha, con los cuerpos pintados y disparando sus rifles y flechas”.