El horror nuestro de cada día (CXXXVII)

ASESINA EN SERIE


El horror nuestro de cada día (CXXXVII)

Por Froilán Meza Rivera

Algo indefinido en los ojos de la enfermera rubia encendía foquitos de alerta en mi cabeza. Algo sucio, terrible. Sin explicarme cómo, cada vez que Marina Sierra entraba a la habitación 56, yo asociaba su presencia con la sensación de que mutilaban uno de mis miembros con un hacha. De hecho, sentía el dolor, la pérdida, el vacío, nunca supe por qué.

Lo más extraño de todo era que al entrar ella, sin importar su sonrisa, no obstante su dedicación esmerada y formal, todos callaban de súbito. Llegaba ella, y se hacía un molesto silencio, en automático. Nunca antes pudimos explicar el fenómeno, y si he de ser sincero, tampoco nunca lo razonamos ni lo conversamos siquiera.

Luis, mi vecino de la cama de enseguida, murió, pero en su hoja clínica nada indicaba que hubiera estado en peligro de perecer. Al contrario, los doctores le diagnosticaron un feliz retorno a la normalidad, después de que fuera sometido a repetidas intervenciones con el objeto de retirarle una hilera de quistes benignos de la barriga.

Luis, mi vecino de la cama de enseguida, simplemente amaneció muerto, y nadie se pudo explicar cómo ni por qué.

Aquí había llegado yo semanas antes, al pabellón general del hospital, catalogado por los enfermos consuetudinarios como “el pabellón tutti—fruti”, por la variedad tan amplia de pacientes y por el menú tan extenso de padecimientos.

“Lo que tienes que ver aquí”, me dijo Esperanzo, mi vecino del lado de la ventana, nomás llegando yo. Esperanzo —que así se llamaba, en serio— fue diagnosticado, me dijo, como “medianamente loco”. Tú me dirás si no es correcto el diagnóstico, me decía: ligera esquizofrenia, trastorno bipolar en grado moderado sin disociación plena... y cierto grado de disfunción cognitiva, más ¡dispepsia!

¡Dispepsia! ¡Hazme favor! ¿Qué jodidos tienen en común mis tendencias orates con ese mal del estómago? —gustaba de quejarse Esperanzo. “Pero, en fin, la esperanza muere al último”, bromeaba con el juego de palabras que involucraba su nombre.

En total, éramos tres enfermos en aquel cuarto 56, “el fatídico 56” del pabellón general. El ambiente era de camaradería entre nosotros, bajo la “guía espiritual” de Esperanzo y sus fingidas excentricidades, que se limitaban a los juegos de palabras y al concurso permanente de ver quién ponía los sobrenombres más crueles a las enfermeras, a los internos y a los doctores, amén del personal de intendencia. He de decir que la asignación de los feos sobrenombres de “Cantinflas” para la enfermera Verónica (por su bigotito inconfesable), de “Drácula” para el pobrecito—qué—feo del doctor Rentería, o del de “Cruella” para la bonachona de Ernestina, siempre quedó en la más rigurosa clandestinidad y dentro de nuestra cerrada célula de “guerrilleros de la palabra”, como nos bautizó el “Espe”.

A la enfermera Marina Sierra nunca la incluimos en el ajo, tan siniestra nos parecía, pero siniestra en serio, en la vida real. Con su mirada y su sonrisita superficial sabíamos sin duda que ella sabía y que taladraba nuestro cerebro para encontrar los pensamientos.

Aquel día de la víspera de su muerte, a Luis se le ocurrió la desafortunada idea de bautizar a Marina Sierra como “la asesina en serie”, y ni Esperanzo ni yo secundamos la ocurrencia. Algo nos detenía, sentíamos un miedo, un terror profundo no manifestado, hacia la mujer. Repito: nunca hablábamos de ella, porque nuestros subconscientes se ponían solitos de acuerdo, sin palabras.

A Luis le noté ahí mismo cómo le recorrió una sombra de muerte.
Esa noche, la noche del día en que Luis Javier Valdez Estrada asignó el nombre de “asesina en serie” al último ser en la tierra al que debimos molestar, Marina Sierra vino a la media noche al 56 a administrar algún medicamento a Luisito, aunque él lo tomó semidormido y en el cuarto yo fui el único testigo al haberme fijado de reojo.

Luis, mi vecino de la cama de enseguida, murió aquella noche, y su muerte no pudo ser explicada por los médicos que apenas dos días antes habían sido tan optimistas. El hecho nos golpeó a los dos sobrevivientes de la célula de los “guerrilleros de la palabra”, y especialmente a Esperanzo, quien cayó en depresión.

Apenas hablábamos.

Pasados cuatro días de que se llevaran a nuestro amigo, en la media noche vino la enfermera Marina Sierra al cuarto 56, cuando todos sabíamos que las últimas medicinas nos habían sido administradas por la enfermera de turno, desde las nueve. Marina Sierra pasó un par de píldoras de un frasquito que llevaba en el delantal, a la boca de mi amigo, quien las tragó sin apenas darse apenas cuenta.

Las investigaciones que se hicieron después en torno a la identidad de Marina Sierra, revelaron a los policías ministeriales que se trataba de la misma persona que en 1988 había sido enjuiciada y exonerada por falta de pruebas —entonces con el nombre de Germina Fernández— por el asesinato de su propia madre, quien pereció envenenada. En una acuciosa investigación por parte de un prodigioso equipo de detectives de una nueva unidad de inteligencia —hombres de academia—, quedó al descubierto que los grupos de huellas digitales y cabellos sueltos encontrados en diecisiete diferentes escenas del crimen en un número igual de homicidios en clínicas, hospitales y albergues para indigentes, correspondían sin lugar a equivocaciones, a las huellas y al material genético de la enfermera Marina Sierra, cuyo nombre real era Germina Fernández.

Germina se introducía en las instalaciones sin ser parte de la planta laboral, simplemente porque sus disfraces y las identidades que adoptaba eran súper convincentes. Se posesionaba ella de manera magistral de las personalidades que suplantaba.

Se preguntarán que cómo fue que yo me salvé de morir envenenado como mis amigos. Es que no me esperé a la media noche a que llegara mi victimaria: huí a mi casa y le dejé una nota en la cama y una trampa con seis judiciales armados y escondidos detrás de los cortinajes en el cuarto oscuro.
“Asesina en serie”, le escribí en un papelito encima del bulto de cobijas que simulaban mi forma debajo de la sábana de la cama. Ella lo leyó segundos antes de que cayeran sobre ella los agentes y la inmovilizaran. Y con ello rendí un sencillo homenaje a mi amigo Luis, quien tuvo la premonición de su muerte y con ello salvó mi vida.