El horror nuestro de cada día (228)

¡POR DIOS, ES UN CERDO…!


El horror nuestro de cada día (228)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 23:30 pm

Por Froilán Meza Rivera

Esta leyenda se cuenta aquí, pero se ha escuchado también en diferentes puntos del país, apenas con variantes mínimas. Dicen que en los últimos años de la dominación española, un hombre caminaba en estado de ebriedad por las calles de la ciudad, una noche de verano.

Los candiles alumbraban muy pobremente, y algunos que estaban rotos, reflejaban sombras inciertas y formaban figuras curiosas. Bien, pues en el estado en que iba el borrachín, en cada esquina se daba un buen susto, porque a su paso, las luminarias formaban figuras que se le antojaban como de fantasmas, pero era su misma sombra sobre las paredes.

Así iba, en medio de sobresaltos continuos.

Cuando enfiló por una alameda, le pareció haber escuchado el llanto de un bebé, un llanto ahogado, leve. Pero el hombre, quien se llamaba don Diego Salaices, se detuvo tambaleante y aguzó el oído, pero a pesar de que se aplicó en ello, ya no escuchó otra cosa que aullidos de perros a lo lejos.

“Lo imaginé”, se dijo. “O estoy más borracho de lo que pensé”.

Volvió a su paso, y a los pocos metros escuchó de nuevo, ahora inconfundible, el claro llanto de un bebé que se escuchaba más fuerte. Detúvose de nuevo el hombre, y buscó en los rincones, rebuscó y se engañó un par de veces con el origen de aquel sonido.

Se preocupó porque había conocido varios casos de niños recién nacidos a los que sus madres dejaban abandonados, unos porque no los podían mantener, otros porque eran producto de relaciones fuera del matrimonio y, en aquella época, “actos inmorales” y motivo de “deshonra” para las madres solteras.

No quiso don Diego dejar desamparado a un niño en aquellas soledades nocturnas. “¿Y si vienen los perros y lo devoran? ¡Que espantoso!”

Con el susto y la preocupación se le han de haber bajado los humos del aguardiente, al borracho.

Siguió buscando, y el llanto que ahora eran berridos de sufrimiento y tal vez de una hambre atroz del infante, lo guió hasta el hueco de un puentecito que salvaba al camino de una acequia que pasaba justo debajo. Ahí estaba la criatura, un bebé chiquito y rosado, regordete, cubierto por una pequeña manta.

El hombre levantó al bebé y se indignó con la madre incógnita, y la maldijo y con ello maldijo a todas las madres desnaturalizadas que en el mundo eran.

Tambaleándose todavía, don Diego Salaices siguió su camino, y a cada paso murmuraba insultos nuevos para los malvados que eran capaces de cometer tamañas inhumanidades, y se reafirmaba en sus convicciones de padre bueno. Y prometía asimismo, que en adelante él sería mejor con sus hijos y que nunca los privaría conscientemente de ningún cuidado, ni del sustento.

Llevaba su carga preciosa, y de vez en cuando le echaba una mirada, y le murmuraba palabras tiernas para aligerar el sufrimiento de aquel niño que pensaba llevar directamente a la casa de expósitos, donde sabía que lo iban a cuidar y a procurar acomodarlo en una buena casa.

Pero no llegó ni a los primeros edificios del centro, cuando sintió que su carga era más pesada, mucho más. “Ya me cansé”, se justificó.

Avanzó otras dos o tres calles, y vio que ya no podía cargar al niño, por lo que decidió sentarse en una piedra en la orilla de la alameda.

“¡Por Dios, pareciera que cargo un cerdo y no un niño... cómo pesa!”

Batallando horrores para levantarse con el bultito, caminó y se acercó a la luz del siguiente farol para ver bien al niño, levantó la manta, y la sorpresa casi le provoca un paro del corazón, porque... era efectivamente un cerdo lo que llevaba cargando.