El horror nuestro de cada día (238)

LA LEYENDA DE LOS SIETE TEMPLOS


El horror nuestro de cada día (238)

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2015, 23:31 pm

Por Froilán Meza Rivera

Una madrugada muy oscura, una señora paró un taxi del sitio de la colonia Mármol, y de esto hace ya más de treinta años, cuando había una sola colonia de ese nombre. La mujer caminaba por la carretera a Ávalos, como se llamaba entonces el antiguo camino a la Fundición, hoy Bulevar Fuentes Mares. Iba ella enfundada en ropa negra: un vestido largo hasta más abajo del tobillo, un chal gris, y llevaba la cabeza cubierta con una pañoleta negra también.

Resultó al hombre harto extraña la circunstancia de esa mujer caminando como si nada por el que era un camino desolado con apenas algunas casas en la orilla, muy espaciadas. El chofer de sitio iba ya de camino a su casa, porque la noche había sido mala para el negocio, y ya se había hecho a la idea de que no ganaría nada.

Con ella, vio entonces la salvación a una jornada que él ya creía que se iba a ir en blanco. Detuvo la marcha del Datsun nuevecito y esperó a que la clienta abordara.

Subió ella por la puerta de atrás y pidió al taxista que la llevara al Santuario. El taxista, extrañado, preguntó: “¿Al Santuario de Guadalupe?”

“Sí, señor, no hay otro”.

“Pero, señora, el Santuario a esta hora está cerrado”.

Silencio...

Pues allá fueron, y, cauto, el taxista ya no preguntó más, porque a fin de cuentas, ¿a él, qué le importaba si estaba cerrado o abierto?

Se bajó ella unos minutos y se rezó frente a las puertas del Santuario, que estaban, por supuesto, cerradas.

Después le pidió ella que la llevara al templo de San Francisco y luego a la iglesia de La Sagrada Familia, y así se fueron desplazando por la ciudad. Estuvieron incluso en la catedral, fueron al Sagrado Corazón de Jesús, a San José Obrero, y en todos los lugares hacía la mujer lo mismo.

Después le dijo que la llevara al Panteón de Dolores.

Cuando llegaron a la puerta del camposanto, la señora le dijo al conductor que no encontraba su dinero, pero que le daría la dirección de su hermano, que era un señor muy conocido, y que él le pagaría.

“Tenga, ésta es la tarjeta de mi hermano, y aquí le estoy entregando en prenda esta medalla de la Virgen, de plata, para que no desconfíe. Entréguesela a mi hermano, y él le pagará sus servicios”.

Diciendo esto, la señora de negro se introdujo por entre las rejas del pesado portón de hierro forjado del panteón y se perdió entre las tumbas, hasta donde alcanzó a ver el azorado trabajador del volante, quien en esos momentos sintió que estaba en peligro de que le pegara un síncope.

Al día siguiente, el taxista fue a la dirección que le diera la señora y preguntó por el señor Feliciano Hernández Orozco, que era un abogado famoso y un historiador muy conocido. El abogado no entendió en un principio lo que le contaba el taxista, y terminó asombrándose, pues la tarjeta que le mostraba el taxista sí era suya, y reconoció la medalla que le dio en la mano el hombre: era de su hermana Inés.

“Sí, señor, esta medalla, que no sé de dónde la tomó usted, fue enterrada junto con mi hermana, quien la llevaba en el cuello adentro del ataúd, porque ha de saber que ella murió hace dos años”.

El taxista murió unas semanas después, dicen que de la impresión.