El horror nuestro de cada día (260)

EL CALLEJÓN QUE LLEVA AL RÍO


El horror nuestro de cada día (260)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2015, 22:32 pm

Por Froilán Meza Rivera

Rosales, Chih.- “N’ombre, ¡qué chingaos! A mí nadie me sorprende”. Así pensó, y llevó su mano derecha a tentar el puñal que llevaba al cinto en una fundita de cuero. Desabrochó el botoncito de la funda, y sin pensarlo, empezó a caminar más lento, tanteando mejor cada paso en la semipenumbra del plenilunio.

Benjamín Licón había tomado el callejón que lleva al río por atrás de las bardas de don Lupe, buscando acortar distancia.

Envalentonado por el alcohol que había ingerido en la cantina junto con sus amigos, el hombre no se arredró al ver que más adelante en su camino, la luz de la luna llena recortaba la silueta de un hombre. Pudo ver que era un sombrerudo que, recargado en el tronco de un álamo, lo esperaba con toda paciencia a unos 25 metros.

“Qué bandoleros ni qué nada, a mí me sirven una gorda y una pellizcada ¡y con sal!”

Licón luchaba interiormente por creerse el cuento -que él mismo difundió por años en la cantina- de que a él nadie ni nada lo asustaba, y de que podía vencer a uno, dos y hasta a tres bandidos juntos, si se los topara.

Iba envalentonado, pues, pero su valentía se iba desinflando.

Deseaba no llegar nunca al encuentro inevitable con la sombra, y se debatió entre regresarse corriendo por donde había venido, o enfrentar al sujeto al que se iba aproximando inexorablemente.

“Al cabo que si me regreso, ¿quién se va a dar cuenta?”

Pero la sola posibilidad de que este encuentro hubiera sido un montaje de sus compañeros de parranda, una prueba a que lo estuvieran sometiendo para cuestionar su hombría, su arrojo y la valentía de la que presumía tanto, lo impulsó a seguir adelante.

Estaba ya a unos pocos metros del individuo, cuando éste soltó una risa en notas altas, ensordecedoras, que dejaron helado al valentón.

Así se debían reír las brujas, con ese “ka-ka-ka” “ka-ka-ka” que semejaba el fuerte golpe de una vara contra un tronco liso.

A Benjamín Licón se le soltó un involuntario chorro de su propia orina que le mojó los pantalones, aunque en ese momento no se acordó de avergonzarse, porque estaba ocupado en mirar al ser horrendo que se le estaba revelando directamente debajo de un rayo de luna.

Ahí sintió como si la tierra se estuviera hundiendo bajo sus pies, pero lo que realmente sucedía era que al valiente le estaban flaqueando las piernas, se le doblaban ante el miedo, y estuvo el muchacho a punto de desvanecerse ahí mismo delante del engendro que le sonreía de manera diabólica.

Sin embargo, el miedo fue más fuerte y lo impulsó a regresarse corriendo lo más rápido que pudo, para dejar atrás a la presencia del maligno, antes de que éste pudiera hacerle algún daño irreparable. A Licón le pareció poca cosa mostrarse ante sus amigos en el estado en que iba, y no dudó en entrar a la cantina con grandes gritos, pidiendo auxilio, llorando, todo orinado y empapado con el sudor de aquella conmoción nerviosa.

Lo de menos fue que Benjamín haya perdido su endeble fama de valiente. La noticia de que en el callejón de atrás de las bardas de don Lupe se aparecía el demonio, se regó muy pronto en todo el pueblo, y aquélla dejó de ser una ruta para transitar hacia el río en la oscuridad.

Aunque ya pasaron más de treinta años de ese suceso, todavía hay quien lo recuerda, y más de un transeúnte evita ese callejón en noches de luna.