El horror nuestro de cada día (VIII)

DOÑA JOVITA: LA LEYENDA DE LOS DIENTES VERDES


El horror nuestro de cada día (VIII)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2010, 23:15 pm

Allá, en un rincón, solamente quedó lo que nadie quiso: alguna basura, una biblia y el vaso seco de vidrio con los dientes, ahora teñidos del color verde que le había dejado la lama del agua estancada.

Froilán Meza Rivera

Ciudad Delicias— Como un niño impresionable y sensible, yo me paralicé de miedo la primera vez que vimos aquella dentadura adentro de un vaso. El asunto que nos había llevado al interior de aquella casa fue por demás extraño para mí y para mis cinco años y medio. Iba acompañando a dos muchachas grandes, amigas de mi casa, y a varias “doñas” del barrio, en la hora en que decidieron forzar la puerta de la casa de la esquina para entrar.

La casa de doña Jovita se conserva hoy casi igual, en la esquina de la avenida 15 y calle Cuarta Poniente, y como referencia, agrego que aquí estuvo después la tienda de mi tío Valeriano Rivera.

Las mujeres iban dispuestas a registrar cada palmo de aquella grandísima habitación, de cinco por diez metros que se vació con la muerte de doña Jovita, la anciana que había vivido sola aquí durante los últimos años, y de quien nadie supo nunca que tuviera familia cercana. Era aquel, ahora lo sé, un acto de rapiña, pero las señoras que tuvieron la iniciativa de irrumpir en la propiedad, tuvieron también la delicadeza de invitar a sus vecinas, como si convirtiendo el pillaje en un acto masivo, se pudieran repartir o diluir las culpas.

Hoy que me puse recordar, tuve el flashazo de la figura de la viejecita yendo a misa en la mañana y regresando en las noches de vigilia. Ella era objeto de especulaciones en el círculo de mis amistades infantiles, pues traía a nuestras mentes asociaciones demoníacas.

“Dice mi mamá que es una bruja”, me dijo un día mi primo mayor.

“Que se alimenta de cucarachas y ratones”, aseguraba el Chato.

Es que me acuerdo de tantas cosas que nos metían en la cabeza para asustarnos y mantenernos a raya, dentro de una línea de conducta ideal para nuestros mayores. Solían asustarnos con “los mariguanos”, esos seres misteriosos que para nosotros eran como el diablo mismo y que se entregaban a algún ritual malvado. Nos inculcaban un temor inmenso a “los robachicos”, que eran personas que se dedicaban a observarnos en todo momento para llevarnos con ellos y vendernos, en cuanto nos descuidáramos. Igualmente, las brujas, fantasmas y espantos, poblaban ese mundo paralelo que existía afuera de nuestra puerta y, a lo más lejos, de nuestra calle.
Así, con estos antecedentes, al ver los dientes en el vaso de vidrio, casi me voy para atrás.

Felipa, una de las muchachas, agarró aquel objeto y dijo: “Son los dientes de doña Jovita... se los quitaba para dormir y los ponía en este vaso, con agua”. Pero ¿cómo que se los quitaba para dormir? ¿No le dolían?, me preguntaba yo, y me acordé de una vez que alguien me dio un codazo en la boca, cómo me dolieron los dientes...

En el colmo de mi temor, la imaginación me presentó una escena de aquel cuarto a la luz de una vela, con la horrible viejecita encorvada. En la alucinación, la veía vestida de negro. Las luces vacilantes le proyectaban sombras que acentuaban sus facciones angulosas en aquel rostro lleno de arrugas. Doña Jovita, sola en la habitación umbría, se metía la mano izquierda, la mano entera con todo y las uñas que me parecían como garras de águila y que se prendían de los dientes. Lentamente, la mano traía al exterior, chorreando de sangre, los dientes con todo y encías, y esa masa asquerosa salpicada de rojo, la zambutía la viejita en el vaso con agua.

Las “doñas” y las muchachas revisaron cajas, la alacena, el trastero, abrieron la petaquita que contenía los objetos y recuerdos favoritos de doña Jovita, como un chal de verde tornasolado, de tejido fino, y algunas joyas de bisutería. Sacaron a la calle cama, colchones, la mesa, y ahí mismo se repartieron tersa y civilizadamente el botín.

Allá, en un rincón, solamente quedó lo que nadie quiso: alguna basura, una biblia y el vaso seco de vidrio con los dientes, ahora teñidos del color verde que le había dejado la lama del agua estancada.

Días, muchos días y meses después, estuvieron aquellos dientes en mis sueños, acechándome para morderme y para ser tragado por el infierno. Todavía hoy, a más de 42 años transcurridos desde entonces, ese recuerdo es el más fuerte de mis tiernos cinco años.