El horror nuestro de cada día (XIX)

EL RASTRO DEL MIEDO


El horror nuestro de cada día (XIX)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 22:50 pm

Por Froilán Meza Rivera

La dulce niñita abrió los ojos y, como todas las mañanas, se dispuso a realizar todo el ritual matutino, que incluía el baño, vestirse con el uniforme escolar, así como pellizcar apuradamente el plato del desayuno y salir corriendo para pescar a tiempo el autobús escolar.

Se plantó, como siempre, delante del espejo del tocador y, antes de que siquiera alcanzara el cepillo del cabello, sus ojos se abrieron incrédulos para asimilar la asquerosa revelación de aquella leyenda que manchaba el mueble. Con letras rojas que chorreaban a los lados y que al pintarlas dejaron manchas y gotas por todo el lugar, habían escrito aquella infamia.

“No sólo los perros lamen”.

Dianita trató de entender aquello, pero en seguida vio algo que la acabó de horrorizar, a un lado del tocador. Es que, puesto contra la pared, clavado con unos enormes clavos, alguien había crucificado a su perro, que estaba muerto con las extremidades en cruz y la cabeza echada a un lado con la lengua de fuera y los ojos abiertos a aquello que, de seguro, lo agarró de sorpresa.

La historia de Diana Esther, Dianita, tiene su lado triste, pues a pesar de que contaba con dos padres amorosos, a ella la dejaban sola con mucha frecuencia, ya que a ellos les absorbía mucho tiempo la serie de reuniones y fiestas a que estaban acostumbrados. Tal vez por ello fue que compraron a la niña aquel pastor alemán, un perro grande que creyeron adecuado para cuidarla y protegerla.

Aquella noche, los padres de Dianita salieron, y el perro, que acostumbraba dormir en la recámara de la niña, se echó a dormir debajo de la cama. Diana Esther cayó pesadamente dormida, pero a eso de la una y media de la madrugada, la despertó un fuerte ruido, como rasguños en la cabecera de la cama. Era bastante escandaloso el sonido, y fue subiendo de intensidad.

Pensó que el can fuera el responsable de los rasguños, acaso estuviera intranquilo, y Dianita hizo lo que siempre hacía: metió la mano debajo de la cama para que el perro la lamiese (dicen que esto era como un código entre ellos) y entonces ella se tranquilizó y se volvió a dormir al poco.

“¿Quién me lamió?”, repetía la frase ella cuando la encontraron sus padres, quienes la buscaron alarmados porque se le había hecho ya muy tarde. “¿Quién me lamió?”, repetía.

Dicen que la pobrecita infeliz se volvio loca y que la internaron en una institución de salud mental, donde repite: “¿Quién me lamió? ¿Quién me lamió?”.

Y la gente de su barrio se pregunta: Y entonces, ¿quién la lamió, si el perro estaba muerto?