Movilidad global del capital y acumulación

Por Abel Pérez Zamorano


Movilidad global del capital y acumulación

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2015, 19:08 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Las economías nacionales están cada vez más interconectadas, por mil y un vínculos, algunos más visibles que otros, directos o mediados, de modo que lo ocurrido en un país repercute de inmediato en los demás, en diferente grado según lo estrecho de la relación. El estado-nación y su mercado, surgido con el capitalismo, viene siendo superado por estructuras supranacionales, bloques económicos que unifican mercados mediante la integración regional: tratados de libre comercio como el TLCAN y hoy el TPP, acuerdos aduaneros tipo MERCOSUR o uniones económicas como la europea. El capital no tiene lealtad con país alguno, no tiene patria; es global, y para favorecer su acumulación ha de ser muy móvil, capaz de desplazarse rápidamente de un sector a otro según la expectativa de ganancia, pero también entre regiones o países, invirtiendo aquí y desinvirtiendo allá, abandonando los países donde es baja la ganancia para instalarse en los más prometedores. A esto ayudan los distintos regímenes jurídicos nacionales que facilitan la “liberalización” financiera, el libre movimiento mundial de los capitales y la desregulación de sus flujos, leyes que expresan las necesidades de la acumulación.

Desde antiguo se interconectaban los países mediante el comercio, como hicieron los fenicios en la cuenca del Mediterráneo; más tarde, la ruta de la seda unió Europa con el oriente en un intercambio comercial interrumpido por la caída de Constantinopla, que motivaría la búsqueda de rutas alternativas, dando así lugar a los grandes descubrimientos geográficos, que a su vez conectaron aún más al mundo. Hoy, las tecnologías de la información y la comunicación, las TIC, permiten conocer en tiempo real los cambios en los mercados y movilizar de inmediato grandes capitales, sobre todo los más volátiles. En su desplazamiento, su diversificación regional y su capacidad de producir partes de alguna mercancía en un país y partes en otro –una historia en varias ciudades–, la industria encuentra mejores condiciones para abatir costos y mejorar su competitividad, aprovechando las variadas ventajas nacionales. A su vez, los modernos medios de transporte reducen considerablemente el tiempo de desplazamiento de mercancías y facilitan la relocalización y distribución de los procesos productivos.

Otro factor que empuja la movilidad es que, debido a la saturación de capital en los países altamente industrializados, éste no halla colocación más rentable y se ve obligado a buscar nuevos territorios para acrecentarse. Causa de esta presión es la constante elevación de la capacidad productiva, combinada con la anarquía en la producción: la soberanía absoluta de la propiedad privada que permite a los grandes productores decidir cuánto, dónde y cómo producir, sin que nadie pueda imponer mesura en su enloquecido afán de producir y vender. El criterio determinante, absoluto, es la maximización de la ganancia en el menor tiempo y con el menor riesgo, divisa que guía la toma de decisiones de la gran empresa a escala global. Y todo esto en medio de una feroz competencia por los mercados, que obliga a reducir el valor de los productos, los costos de producción y de transacción.

Las diferencias nacionales ofrecen variados medios para lograrlo. El diferencial de salarios motiva a los capitales a desplazar su producción, emigrando a países con menores remuneraciones. Y no es sólo el monto mismo del salario, sino el conjunto de los derechos laborales, comparados entre países, cuyas diferencias ofrecen oportunidades distintas de ganancia; también influye aquí el “apoyo” de gobiernos a empresas en capacitación de personal, obviamente desde el erario. Las diferencias fiscales operan también como factor de movilidad y criterio de ubicación de los capitales. La inversión, sea fija, en empresas establecidas, o de portafolios, en bonos de gobierno, acciones, etc., emigra de los países con más impuestos a aquéllos con una menor carga fiscal, y, en el extremo, a los paraísos fiscales, donde, en efecto, la vida es un edén. México es, de facto, uno de ellos, pues ofrece a los corporativos grandes ventajas para hacer ganancias sin mayor compromiso social, gracias a un laxo régimen fiscal, y gracias también a la diligencia de las autoridades. Añádanse a esto las “facilidades” que gobiernos estatales o federal otorgan a las grandes empresas para invertir en su territorio, donándoles terrenos, introduciendo redes de agua o electricidad, caminos, etc. Influye también la legislación ambiental que permite a los corporativos trasladar sus costos a la sociedad, para que sea ésta la que los pague mediante contaminación de aguas, aire o suelo, agotamiento de bosques y yacimientos minerales, enfermedades causadas por la polución industrial, etc. En esta competencia, el gobierno nacional más “flexible” será el “favorecido”. Todos estos factores entran en las cuentas al decidir hacia dónde y cuándo se desplazan las inversiones; pero el cuadro de ventajas relativas es cambiante, y a ello contribuye el cambio de gobiernos, en cuya designación presionan fuerte las transnacionales para tener quien les abra la puerta y les ponga la alfombra roja.

Sometidos a la ley de la acumulación capitalista, son afectados por esta política los productores nacionales, sobre todo pequeños, que ven llegar una competencia devastadora, con costos bajísimos y mucho apoyo gubernamental, que terminará desplazándolos y monopolizando la economía. Dañado también es el pueblo, por la desviación de recursos del erario para “estimular” la inversión extranjera, y por un régimen fiscal ad hoc, la elevación de precios debida a la monopolización, la reducción salarial como estrategia para atraer la IED, la destrucción de recursos naturales y la pérdida de sustentabilidad de la economía. Lo cierto es que las leyes de los llamados países “en desarrollo” van ajustándose a las necesidades de movilidad y acumulación del capital, presionadas desde los países ricos: el poder económico se hace diseñar un traje jurídico a la medida a escala mundial. Lo que los países pobres necesitan, urgentemente, es un modelo económico donde la inversión extranjera no conlleve la ruina de las empresas nacionales, sobre todo pequeñas, ni la entrega de los recursos naturales y la mano de obra en sacrificio, sino la posibilidad de hacer negocios mutuamente beneficiosos con ella, en un plano de igualdad mediante un esquema institucional que garantice la soberanía nacional, salvaguardada por un gobierno comprometido con el pueblo, capaz de aprovechar el capital extranjero sin rendirse ante él.